Ya no están
presentes, vive su memoria. De vez en cuando me doy un paseo por su casa y
capturo algunas imágenes de singular belleza. Su hogar es el mío, porque hogar
es donde uno se siente a gusto. Son mis amigos, porque ellos como yo guardan
profundos y reflexivos silencios. ¿Quién ha sido juzgado, criticado, humillado
o traicionado por un muerto?
Su morada gris es
como un panal, gélidas celdas que guardan secretos, promesas no cumplidas, silencios
eternos. Esos solitarios pasillos están llenos de historias inconclusas, porque
nadie, con excepción de los suicidas, espera con ansias el momento final.
Contrario al
aterrador ambiente de dolor constante y súplica desesperada de las iglesias, la
paz de los cementerios es sobria; algunos salmos responsoriales quiebran por
instantes la armonía y luego vuelve a reinar el silencio.
La dulce mirada de sus guardianes agobia a los vivos
que no entienden del gozo en que se encuentran los que aquí habitan. Bellas
obras que invitan al visitante a no alterar la atmosfera pacifica del
cementerio, a recordar nombres y fechas, algunas olvidadas.
(el autor en el pedestal donde estuvo el monumento a John Lennon)
El viento trae
rumores de excesos. Cada rincón guarda el recuerdo de una época intensa, los
años locos del Quindío que llegaron de la mano de un excéntrico personaje. Narco
sui generis, loquito caprichoso, rockero, prospecto de político y filántropo a
su muy particular manera. El hombre de la década, el enemigo del estado, el
amigo, el piloto, el jinete de la cocaína, el padre. Carlos Enrique
Lehder Rivas.
Nos recibe el
domingo con un sol que aporrea el asfalto cuarteado y los adoquines descuidados
y llenos de hierba de la Posada Alemana. La Autopista del Café se llevó la
otrora bella portada que simulaba el acceso a un castillo medieval y el puente
que comunicaba el complejo con el sector de las cabañas particulares. A la
izquierda la caseta de vigilancia yace con el techo hundido y albergando aún
restos de una conflagración. A la derecha se alza aún majestuosa una gran
construcción de dos plantas con arquitectura alpina que solo los pájaros, los
murciélagos y los jugadores de Paintball (me incluyo) aprovechan. Las jaulas
que antes albergaban leones y cóndores hoy guardan gallos de pelea y gallinas
flacas.
Construida a
final de los 70´s en la vía Armenia – Pereira, en un alto desde el cual se
contempla medio Quindío, el hotel Posada Alemana fue el primer gran complejo
turístico que existió en esta tierra, 20 años antes de que los “genios” del
mercadeo nos vendieran el pajazo mental de que somos emporio turístico, los inversionistas
de otros departamentos arrasaran cientos de hectáreas de tierra cultivable para
convertirlas en balnearios que generan muy pocos empleos y nos pusieran 2
parques temáticos con precios para turista europeo. La Posada estaba abierta para todos, la discoteca era visitada por personas de todo el país y, según testimonio de los que disfrutaron sus lujos, se conseguia el whisky más barato de la región. Siendo objetivos, Lehder es el verdadero pionero del turismo en el Quindío, no el Parque del Café.
Comenzamos el
ascenso por las escaleras que llevan al sitio donde se alzaba el orgullo de
Lehder: su monumento a John Lennon obra del escultor antioqueño Rodrigo Arenas
Betancourt y que en 2003 desapareció sin dejar rastro. Cuenta una leyenda
urbana que los días 8 de diciembre de cada año, conmemorando la fecha en que Lennon fue asesinado, seguidores del ídolo de Liverpool prendían velas y lloraban su muerte en este
lugar de peregrinaje. Hoy solo queda el pedestal.
Alcanzamos la cima
de la loma y nos reciben las ruinas del restaurante, que colapsó tras un
incendio a principio de los 90´s y del cual aún se alza altiva la chimenea.
Atrás está el otro orgullo de la Posada, la discoteca que en la fría humedad
del abandono parece aún estar viva; el viento trae notas de Supertramp y los
Beatles en la cervecería, y pareciera que el octágono del piso de acrílico aún
vibrara con The last train to London de Electric Light Orchestra. En algún
rincón, un fantasma vestido como John Travolta en Saturday Night Fever se da un
clandestino pase de cocaína que luego pasará con un whisky. ¿Cuantos artistas
famosos pasarían por aquí? Otra leyenda urbana dice que siempre quiso traer a los Rolling Stones; de aquella época dorada de la balada en español, se rumora que estuvieron Camilo Sexto, Fausto y
Leonardo Fabio.
De la
infraestructura hotelera es poco lo que queda, sí bien casi todas las cabañas
siguen en pié, solo conservan la chimenea y las alfombras. Uno que otro colchón
lleno de hongos queda del mobiliario de antaño, amén de algunos televisores de
lujo abandonados en un rincón de la construcción grande, un VHS y un tocadiscos
en lo que fue la recepción. Los armarios y las tinas muestran señales de
violencia, esperanzas de encontrar una caleta por parte de soñadores (léase: ladrones). El complejo de
suites que se encuentra al fondo está totalmente saqueado, cubierto de musgo y con
el techo a punto de colapsar.
Tras la
extradición de Lehder a los Estados Unidos en 1988 y el posterior proceso
de extinción de dominio, al estado le quedó grande costear el mantenimiento del
complejo y lo echó al olvido. Un par de familias campesinas (de pésimos modales, por cierto)
habitan las cabañas del patio central; las zonas verdes son custodiadas por vacas
y gallinas. Duele ver cómo el potencial de este sitio como destino turístico
haya sido desperdiciado, duele el abandono. ¿era tan difícil darla en comodato?
Se nubla el
cielo, el aguacero es inminente. Cuando salimos, el viento sigue trayendo
rumores de excesos.
“están equivocados,
viven su propio engaño, todos aquellos que se empeñan en que caiga mi telón.
Soy una vieja cicatriz. Los golpes de la vida, el paso de los años, han hecho
lentas mis pisadas pero no mi decisión; es tan profunda su raíz…” (WarCry, Ardo
por dentro)
Siempre quise ser ermitaño. En
gran medida por los misántropos genes maternos que me tocaron, pero
principalmente porque los años me enseñaron que puedo llegar a ser una persona
tan difícil y desagradable que es mejor desocuparle el mundo a los “normales” y
vivir mi vida apartado de ellos para evitarles molestias. Es la primera vez en
la vida que estoy tan cerca de ser el eremita soñado, aunque, como dice mamá,
un ermitaño sui generis porque no puedo vivir sin gadgets tecnológicos y
soporto todavía a una que otra persona.
El aislamiento voluntario del
último mes ha obrado en gran manera, estoy cumpliendo con el objetivo no solo
de volver a las letras tras casi 3 años de ausencia, sino también en la
evaluación que estoy haciendo sobre muchas actitudes, rezagos de los malos
tiempos, que me estaban haciendo insoportable aún para mi mismo. ¿por donde
comenzar? Hay mucho que contar.
Empezaré reconociendo que 2012
fue sin duda uno de los peores años de mi vida, pues es en este año que el peso
de mis múltiples defectos derrumbó por fin la ya resquebrajada fachada de mi
vida interior, me tiró al suelo y me hizo contemplar desde el fondo el gran
daño que habían causado a los cimientos. Era justo y necesario, hay que
reconocer con dolor. Cometí errores imperdonables con los que causé gran daño.
He visto en estos meses como
piedras de gigantesco tamaño se han roto en mil pedazos. He sido testigo del
derrumbe de seres a quienes consideraba duros (entre ellos yo, por supuesto) e
inamovibles. Se rompieron en pedazos sus máscaras, quedó en evidencia el centro
blando y presencie su arrepentimiento, su gran dolor por el daño causado, su
sed de paz interior. Aquella frase antigua que dice “mientras más grandes son,
más ruido hacen cuando caen” es total y absolutamente verídico. Los vi llorar,
vi su desesperación y pocos se han levantado.
Y así como he visto a la gente
caer, con sus prejuicios, arrogancia y mentiras, otros a quienes yo consideraba
de la misma camada de los duros, se quitaron voluntariamente el disfraz de
estatua y decidieron mostrarle al mundo lo que realmente son: virtuosos
soñadores a los que les faltaba un pequeño detonante para dejar florecer una
vida que hasta su destape era hueca y sin sentido. Afloraron poetas, músicos,
aventureros, enamorados de la vida, parejas que uno nunca hubiera imaginado
posibles que hoy son enormemente felices. Cuanto me alegro por ellos por haber
dado el paso evitándose el dolor de la ruptura por la fuerza.
Vengo de pasar años de amargura,
solo, entregado al alcohol, la promiscuidad, el odio hacia el género humano, el
silencio autoimpuesto, el rencor y la maldita soberbia que no me dejaba
progresar y que se tuvo que romper, tirarme al mismísimo infierno para
comprender que me equivocaba. Ahora estoy en proceso de reestructurar esta vida
sin sentido que solía llevar, tal vez no a un gran paso porque sigo pensando no
una ni dos, sino diez veces antes de pensar y actuar para no incurrir en los
errores del pasado. Hoy, desde este balcón único en el que mi espíritu ha
encontrado un poco de paz, veo con satisfacción que sí es posible vivir feliz.
Esto apenas comienza.
“…ardo por dentro,
con la fuerza de las llamas del infierno, aun tengo tanto que decir. Sigo
rugiendo, contra un mundo que me ignora, contra el tiempo que me condena a
morir. Aun puedo continuar, aunque solo sea un paso más”
Diciembre 31 de 1987, de la nada
surgió la idea: ¿sí los vecinos tienen murraco, porqué nosotros no? Fue
entonces como en cosa de media hora, del closet de la tía donde celebrábamos
noche vieja empezaron a aparecer piezas de ropa con las que le dimos
forma al primer muñeco de año viejo que se quemó en nuestra casa, tan precario
en su diseño y tan machetero que la cabeza estaba hecha por una bolsa rellena
de un trapeador y una caja de Marlboro vacía; por toda pólvora tenía 2
cajas de chispitas Mariposa, absolutamente inofensivo pero encantador para un
grupo de mocosos entre los 4 y los 10 años. Lindos tiempos de inocencia,
tiempos sanos en que los cagones quemábamos sirenas en los dedos y aventábamos
papeletas a todo lado y nunca nos quemamos un pelo.
Para 1988 la cosa fue a otro
precio, porque con días de anticipación, el aporte en chiros viejos de muchos
parientes, la mano diestra de las tías para coser cada recoveco de la anatomía
del muñeco, amén de la consabida vacuna a nuestros padres para la astronómica
suma de 8 gruesas de papeletas (la gruesa tiene 12 docenas, 1152 unidades en
total), fue edificada la mole, el papá de los muñecos, una tronamenta
devastadora que causó sensación en varias cuadras a la redonda. Así quedó
firmada con fuego la tradición que cada diciembre unía a la familia.
Y es que la magia de su
confección es única: definir el personaje, darle forma al cuerpo, seleccionar
el relleno idóneo de acuerdo a la cantidad de pólvora a utilizar, el tono de
piel, las facciones, el nombre del monigote de turno. Con los años fuimos los
cagones los que empezamos a fabricar nuestros propios muñecos, especialmente mi
primo el Mono y yo, siempre los más entusiastas y los más creativos a la hora
del diseño: Eddie de Iron Maiden, Jason de Viernes XIII, algún pariente, una
negra parecida a la de Tom y Jerry, un travesti con una pioja que le medía no
menos de 40
centímetros, un fakir entre otros que hicimos entre 1897
y 1999, última vez que la familia estuvo unida en pleno.
Nos recibió el nuevo siglo con
vientos de distancia. Por motivos económicos me vi forzado a dejar el país, y
aunque el Mono quedó aquí, el entusiasmo no fue el mismo por lo que me cuentan
los que sobrevivieron a la historia. En marzo de 2002 en un accidente en que un
conductor ebrio se comió un pare y lo arrolló, después de 4 días de agonía se
nos fue el que más que mi primo era como mi hermano menor. Es mismo año regresé
al país en octubre, pero aunque quise seguir la tradición ya no había
motivación. Otros parientes que compartían el entusiasmo en torno al malnacido
murraco nos han ido dejando, entre ellos una buena tía que el año pasado, los
primeros días de diciembre, murió por negligencia de una EPS. Mi último intento
de muñeco, en 2010, fue un maldito fracaso porque justo a las 12 se largó un
aguacero torrencial que lo empapó y no se quemó ni la mitad.
Han pasado 10 años desde la
muerte del Mono y lo extraño como sí se nos hubiese ido ayer no más. Y se
preguntarán ustedes, ¿será que el tío 3Pelos está pensando en hacer su murraco
este año? No, definitivamente los dejaré como un bonito recuerdo de los años
felices. Diciembre se convirtió en una pesadilla porque la amargura que me
carcome hace ya tanto tiempo se acrecienta. Recordar a tanta gente que he
perdido es la constante por estos días en que el peor insulto que me pueden
hacer es decirme “vean pues a este pendejo, aburrido en días que están hechos
para ser feliz”. Sean felices ustedes, déjenme aquí tranquilo que, ojala
pronto, esta vaina se me pase sin necesidad de Amitriptilina y estaré
confeccionando el muñeco del Mono para que desde el cielo se cague de risa.
Los ogros tenemos conciencia:
sabemos que somos tan terribles que preferimos mantenernos al margen para no
fastidiar con nuestra ingrata presencia. Somos tan nauseabundamente
desagradables que nos guardamos nuestra pestilencia para nosotros solos, en
nuestro pantano, dándole al mundo un sano ejemplo de respeto por el espacio
vital ajeno; así que sí le disgusta nuestro aroma, tápese la nariz y siga de
largo.
Los ogros tenemos mal
temperamento, es verdad, podemos con nuestra descomunal furia provocar
devastación. Pero, pregunto, ¿sabe usted cuanto dura la furia de un ogro? Seguro
que usted no sabe que, tras un breve respiro, la cordura regresa y podemos ser
tan fríos y calculadores como usted, que se precia de humano. No nos moleste,
no provoque nuestra ira y se evitará problemas y peligros.
Dicen que los ogros tenemos el
corazón frío, y eso no es más que mierda. ¿no creen que un ogro puede en
cruzada valiente ir hasta una torre y rescatar a una princesa? ¿no creen que,
feos y nauseabundos, también podemos conmover un corazón de mujer y hacerla más
feliz que un príncipe afeminado y cobarde? Poco nos conoce, carajo. Y somos sensibles,
románticos y le damos al objeto de nuestros amores una muestra del cielo.. ¿egh?...
¿cielo un pantano con un monstruo pestilente?... si, para la que es capaz de atravesar
nuestras capas.
Los ogros sabemos cuando nos
equivocamos, porque siempre, aunque no se consiga nada, reconocemos con gallardía
nuestros errores. Y sabemos cuando renunciar, incluso sabiendo que lo que
estamos dejando atrás nos dejará un vacío enorme. ¿Cómo negarle a lo que uno
ama la oportunidad de ser más feliz que estando junto a un ser despreciable y
complejo como nosotros? No tenemos frío el corazón, nuestras feas caras parecen
estar en modo neutral pero por dentro nos sentimos morir, y en esos casos
siempre nos marchamos lejos.
“… que lejos está la luz del
norte, que lejos está mi ciudad. Que lejos han quedado ya mis sueños, que duro
es mirar atrás. Llorar sin una lagrima derramar…” (Warcry, Luz del Norte)
Llegué. Estuve esperando varios meses por este
idílico lugar, con la esperanza de desconectarme de aquel malsano ambiente, el
infernal entorno en que se convirtió mi pueblo, o mejor dicho, el pueblo de los
sinvergüenzas hijos de puta sin cultura ni respeto por los demás en que se
convirtió mi patria chica. Montenegro (y esto es triste) ya no huele a café:
huele a la más nauseabunda de las mierdas.
Cada esquina tenía algún recuerdo siniestro, cada lugar
antes amado evocaba algún momento de dolor, de rabia, de frustración, de
desesperación. Veía en los ojos de cada transeúnte a un rival por oxigeno, por
espacio. Es triste que lo peor de Montenegro sea su gente, otrora cívica y
respetuosa. Tras el terremoto esto se volvió un chiquero infecto donde nadie
respeta a nadie.
Peco por conservador, pero no mienten los viejos cuando
dicen “mi pueblo ya no es el mío”; de pequeños todos sabíamos quién era quién, y tras la tragedia de 1999 esto se llenó de desconocidos, gamines, limosneros, indígenas
Embera que también vienen a pedir limosna y de los mal llamados “desplazados” (a ver,
no hablemos mierda: el 80% no lo son realmente, sino vagos hijos de puta que
buscan que los mantenga el sistema asistencialista).
Como ingrediente adicional de este sudao inmundo también
proliferaron los pseudorastas y neo-mamertos drogadictos, punkeros y patinetos
con sus conflictos de personalidad, drogas, vandalismo y resentimiento social,
alcohólicos ruidosos en carros con parlantes estridentes y prepagos en
cantidades alarmantes. Sí le sumamos la labor ineficiente de las fuerzas del
orden, que solo sirven para enamorar mantecas, estamos en el paraíso de los
anarquistas. Ninguna administración ha podido, por más que implementen
programas, hacer algo de impacto positivo por la cultura ciudadana.
A causa del infernal ruido que llegaba a mi
antiguo apartamento y que estaba acabando con mi sueño, ya de por si afectado
años atrás, me vi en la necesidad de volver a casa de mis viejos buscando
tranquilidad; no la encontré pues la otrora cuadra silenciosa y sana se
convirtió en guarida de microtraficantes, drogadictos y homosexuales, menores
de edad la mayoría; para completar el caldo insalubre nos instalaron una
iglesia evangélica donde sus cánticos son tan agradables como el sonido de un
taladro. No solo no encontré paz en Hotel Mamá sino que mis índices de
tolerancia disminuyeron, que ya es mucho decir cuando sin tapujos me declaro el
ser más intolerante de muchos kilómetros a la redonda.
Y es así como una tarde, sin esperarlo, volvió
providencialmente el amigo que habita desde hace meses en este pequeño paraíso
a decirme que, por fin, la cabaña que esperaba ya estaba disponible. No había
nada que pensar, empaqué y aquí estoy, procurando volcar este veneno maldito en
palabras. Desde este hermoso y silencioso balcón espero que las musas que
abandonaron en 2005 mi
cabeza, regresen para no irse jamás.
Voy a emborracharme de paisaje, aquí veremos los
resultados.
Me marcho de aquí, me cansé de la
gente nauseabunda, ruidosa e insoportable de este pueblo. No hay nada en este
lugar que me de satisfacción, por eso me voy a encontrar en el silencio la paz
que este basurero plagado de ruido y escoria me ha negado.
Con permisito, me largo antes de
que llegue a odiar las calles que antes amaba.