Diciembre 31 de 1987, de la nada
surgió la idea: ¿sí los vecinos tienen murraco, porqué nosotros no? Fue
entonces como en cosa de media hora, del closet de la tía donde celebrábamos
noche vieja empezaron a aparecer piezas de ropa con las que le dimos
forma al primer muñeco de año viejo que se quemó en nuestra casa, tan precario
en su diseño y tan machetero que la cabeza estaba hecha por una bolsa rellena
de un trapeador y una caja de Marlboro vacía; por toda pólvora tenía 2
cajas de chispitas Mariposa, absolutamente inofensivo pero encantador para un
grupo de mocosos entre los 4 y los 10 años. Lindos tiempos de inocencia,
tiempos sanos en que los cagones quemábamos sirenas en los dedos y aventábamos
papeletas a todo lado y nunca nos quemamos un pelo.
Para 1988 la cosa fue a otro
precio, porque con días de anticipación, el aporte en chiros viejos de muchos
parientes, la mano diestra de las tías para coser cada recoveco de la anatomía
del muñeco, amén de la consabida vacuna a nuestros padres para la astronómica
suma de 8 gruesas de papeletas (la gruesa tiene 12 docenas, 1152 unidades en
total), fue edificada la mole, el papá de los muñecos, una tronamenta
devastadora que causó sensación en varias cuadras a la redonda. Así quedó
firmada con fuego la tradición que cada diciembre unía a la familia.
Y es que la magia de su
confección es única: definir el personaje, darle forma al cuerpo, seleccionar
el relleno idóneo de acuerdo a la cantidad de pólvora a utilizar, el tono de
piel, las facciones, el nombre del monigote de turno. Con los años fuimos los
cagones los que empezamos a fabricar nuestros propios muñecos, especialmente mi
primo el Mono y yo, siempre los más entusiastas y los más creativos a la hora
del diseño: Eddie de Iron Maiden, Jason de Viernes XIII, algún pariente, una
negra parecida a la de Tom y Jerry, un travesti con una pioja que le medía no
menos de 40
centímetros, un fakir entre otros que hicimos entre 1897
y 1999, última vez que la familia estuvo unida en pleno.
Nos recibió el nuevo siglo con
vientos de distancia. Por motivos económicos me vi forzado a dejar el país, y
aunque el Mono quedó aquí, el entusiasmo no fue el mismo por lo que me cuentan
los que sobrevivieron a la historia. En marzo de 2002 en un accidente en que un
conductor ebrio se comió un pare y lo arrolló, después de 4 días de agonía se
nos fue el que más que mi primo era como mi hermano menor. Es mismo año regresé
al país en octubre, pero aunque quise seguir la tradición ya no había
motivación. Otros parientes que compartían el entusiasmo en torno al malnacido
murraco nos han ido dejando, entre ellos una buena tía que el año pasado, los
primeros días de diciembre, murió por negligencia de una EPS. Mi último intento
de muñeco, en 2010, fue un maldito fracaso porque justo a las 12 se largó un
aguacero torrencial que lo empapó y no se quemó ni la mitad.
Han pasado 10 años desde la
muerte del Mono y lo extraño como sí se nos hubiese ido ayer no más. Y se
preguntarán ustedes, ¿será que el tío 3Pelos está pensando en hacer su murraco
este año? No, definitivamente los dejaré como un bonito recuerdo de los años
felices. Diciembre se convirtió en una pesadilla porque la amargura que me
carcome hace ya tanto tiempo se acrecienta. Recordar a tanta gente que he
perdido es la constante por estos días en que el peor insulto que me pueden
hacer es decirme “vean pues a este pendejo, aburrido en días que están hechos
para ser feliz”. Sean felices ustedes, déjenme aquí tranquilo que, ojala
pronto, esta vaina se me pase sin necesidad de Amitriptilina y estaré
confeccionando el muñeco del Mono para que desde el cielo se cague de risa.
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